martes, 14 de abril de 2015

TOMAS SANZ: ZAPATOS en la HELADERA







Tomás Sanz nació en Quiroga, provincia de Buenos Aires, en 1937 y estudió en la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano. Su carrera profesional empezó como dibujante y creativo publicitario. Más adelante, fue ilustrador y guionista en las revistas Satiricón y Chaupinela y director de las revistas El Ratón de Occidente y Humor. Escribió el libro Pequeño diccionario del fútbol argentino, ilustrado por Roberto Fontanarrosa.  A partir de la década de 1980, participó en numerosas muestras de humor e historieta. Actualmente, escribe y dibuja en el diario deportivo Olé.




“Un escritorio limpio es signo de una mente enferma” dicen que dijo Einstein y, si hubiera un candidato para aseverar la célebre frase, ése sería Tomás Sanz. Entrar en la oficina de Tomás, en el cuarto piso de Humor, era enfrentar las Torres Gemelas de papeles. Y si quieren también el Empire State, el Kavanagh y la Petronas. Entre todo ese complejo edilicio de notas, apuntes, borradores, cabezales, títulos, guiones, bocetos e ideas surgía la cabeza de Tomás quien, esgrimiendo esas increíbles cejas en V corta invertida (pieza preciada de todo caricaturista) esbozaba un “¿Qué decís, Jorge?”. Y continuaba mezclando los ingredientes del plato fuerte de la próxima quincena.
“Zapatos en la heladera” es lo absurdo, una referencia inevitablemente surrealista. Un par de timbos al lado del tupper con matambre, el sachet de leche y el pan de manteca, alusión directa a lo  ecléctico de esta muestra.
Pero si  pensamos que antes del zapato estuvieron el escarpín, las Pampero, los mocasines de Guido y los abotinados de hoy podemos pensar que en todo ese eclecticismo de su obra hay un cordón, más bien un hilo conductor. Seguramente esos increíbles escorzos dibujados con maestría en sus desopilantes escenas costumbristas son la consecuencia de los estudios sobre modelo vivo laburados en el taller de Estímulo de Bellas Artes. Y las escenografías que contienen esas escenas abrevan en cada trazo dedicado a la ilustración publicitaria.
Todo esto es camino recorrido, trayectoria.
En esta exposición retrospectiva hay una vasto muestrario de toda su tarea. Están sus carbonillas con desnudos y los dibujos en todas sus variantes: publicidad, caricaturas, historietas, chistes... y hasta la réplica exacta de revistas con sus distintas tipografìas e imágenes. Todo a mano.
Quién no recuerda sus célebres “Visitas guiadas” en Chaupinela; los laburos en El Ratón de Occidente que incluyen una tapa de su autoría, y todo lo realizado en Humor. “Aprendiendo a jugar al tenis con Ion Tiriac”, el suplemento “Pelota”, “Fiambres en el ring”.Y entre tantos editoriales escritos quedó marcado a fuego el que apareciera apenas desatada la guerra de Malvinas.
Por encima de todo Tomás se define como dibujante.
Cultor del bajo perfil. Esas doble páginas que al pie del título decían Humor y Ceo; Humor y Tabaré; Humor y Grondona; Humor y Parissi eran guiones de él! Y no decía nada: ¡verdaderamente todo por el equipo!
Si vale la comparación, surge inmediatamente la imagen de Juan Carlos Rulli, aquel histórico volante de la Academia, el hombre de los ocho pulmones como lo bautizara un relator radial. Talento, entrega y humildad. Bien de arriba y bien de abajo. Marca, cierre, despeje, quite, contención, traslado, relevo, remate, cientos de asistencias de gol.
Hoy, en el Museo del Humor, todos sus incondicionales hemos instalado un arco. Dos postes, un travesaño, la red intacta. A simple vista, es como cualquier otro. Pero no es así: ¡es el arco del Celtic!
Va a patear Tomás. Todavía no se dio cuenta de que es el Chango Cárdenas.

 Meiji



¿Qué Tomás?
Como en la vieja perinola –tan tradicional como la pregunta del equívoco– yo tomo todos. Porque no se puede elegir. A Tomás hay que tomarlo como viene, así, solo, con hielo, nunca con bebida cola. Entero y sin beneficio ni perjuicio de inventario. Es todos los que están, los que estuvieron antes, los que por siempre estarán. A diferencia de Sarmiento, que aunque no faltaba nunca a menudo sobraba, Tomás es infaltable sin sobrar jamás.
En este apunte caradura y manoblanda, trataré una vez más de hacerle la justicia que no pide ni precisa, y en voz alta lo incorporo al santoral tras un concilio tácito de tantos. Los tomases tienen que ver con la fe. Uno en tiempos duros del Maestro sin corona dijo -y fue humillado- que necesitaba ver para creer; el otro -ya eran campeones, dueños de la pelota religiosa- explicó por qué creer era natural, inevitable. Este Tomás no sé en qué cree, pero al verlo y ver qué hace, uno le cree a él. Es lo que importa. No es tan común entre artistas. Tampoco en general.
Tomás sobra largamente lo que parece. Tiene perfil bajo hasta cuando está de frente. Saludablemente –sin paradoja- pertenece a una clase en sobria y discreta extinción. En un bar, es el reservado, no el mostrador. En la cancha, un ocho solidario pero que no se tira al piso, un diez con llegada que festeja sin énfasis pocos goles inolvidables: más Bocha Maschio que Pentrelli, con toques del Marqués Sosa. Por ahí.
Una vez, una de las pocas veces que charlamos con cierta efusión contenida a media rienda, Tomás me contó algo que había pensado y que seguro compartió también con otros acaso más cercanos: los tangos creados -y perdidos casi en simultáneo- en la improvisación del silbido callejero. “Uno vuelve a casa tarde, silbando solo en la noche, y le sale una melodía y es un tango, y no es ninguno que exista pero es único”. Tal cual.
En el Argumentum Ornitologicum borgiano, que está en “El hacedor”, el maestro dice (cito de memoria y con los redundantes ojos cerrados): Cierro los ojos y tengo la imagen de unos pájaros, varios, entre tres y cinco; al abrirlos no sé decir cuántos eran, pero eran un número preciso. Por lo tanto, Dios existe. Y no solo eso, digo yo: tiene la exclusiva de los tangos de Tomás, que disfruta como eternas esculturas de hielo, mientras hojea una carpeta grande así, con todos los dibujos que dejó dormir en el block de apuntes, que tiró o se le cayeron de la mesa en la cocina, en el bar, en las ruidosas redacciones.
Algo de todo eso –un chalecito hecho con ladrillos de Nabucodonosor, en la preceptiva doliniana, tan afín- está colgado en esta exposición de maravillas que busca un orden sin necesidad, un lugar que siempre estuvo ahí. Es como recorrer una casa chorizo de barrio, reciclada, con pasillo embaldosado que da a una vereda de Calé, pero con bar de Medrano en la esquina. O como abrir un ropero de tres cuerpos con espejo tipo Alicia y fotos de cantores y jugadores de bigotito clavados con chinches en la parte interna de la puerta con el corbatero vacío y cajones llenos de tesoros secretos y maravillosas boludeces: un disfraz de carnaval de El Zorro, pantalones Oxford, pulóveres de cuello alto que no pudo tirar.
Pasen y vean. No los va a defraudar.
Juan Sasturain








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