Tomás Sanz
nació en Quiroga, provincia de Buenos Aires, en 1937 y estudió en la Escuela de Bellas Artes
Manuel Belgrano. Su carrera profesional empezó como dibujante y creativo
publicitario. Más adelante, fue ilustrador y guionista en las revistas Satiricón
y Chaupinela y director de las revistas El Ratón de Occidente y Humor. Escribió
el libro Pequeño diccionario del fútbol
argentino, ilustrado por Roberto Fontanarrosa. A partir de la década de 1980, participó en
numerosas muestras de humor e historieta. Actualmente, escribe y dibuja en el
diario deportivo Olé.
“Un
escritorio limpio es signo de una mente enferma” dicen que dijo Einstein y, si
hubiera un candidato para aseverar la célebre frase, ése sería Tomás Sanz.
Entrar en la oficina de Tomás, en el cuarto piso de Humor, era enfrentar las Torres Gemelas de papeles. Y si quieren
también el Empire State, el Kavanagh y la Petronas. Entre todo ese complejo
edilicio de notas, apuntes, borradores, cabezales, títulos, guiones, bocetos e
ideas surgía la cabeza de Tomás quien, esgrimiendo esas increíbles cejas en V
corta invertida (pieza preciada de todo caricaturista) esbozaba un “¿Qué decís,
Jorge?”. Y continuaba mezclando los ingredientes del plato fuerte de la próxima
quincena.
“Zapatos
en la heladera” es lo absurdo, una referencia inevitablemente surrealista. Un
par de timbos al lado del tupper con matambre, el sachet de leche y el pan de
manteca, alusión directa a lo ecléctico
de esta muestra.
Pero
si pensamos que antes del zapato
estuvieron el escarpín, las Pampero, los mocasines de Guido y los abotinados de
hoy podemos pensar que en todo ese eclecticismo de su obra hay un cordón, más bien un hilo conductor. Seguramente esos increíbles
escorzos dibujados con maestría en sus desopilantes escenas costumbristas son
la consecuencia de los estudios sobre modelo vivo laburados en el taller de Estímulo
de Bellas Artes. Y las escenografías que contienen esas escenas abrevan en cada
trazo dedicado a la ilustración publicitaria.
Todo
esto es camino recorrido, trayectoria.
En
esta exposición retrospectiva hay una vasto muestrario de toda su tarea. Están
sus carbonillas con desnudos y los dibujos en todas sus variantes: publicidad,
caricaturas, historietas, chistes... y hasta la réplica exacta de revistas con
sus distintas tipografìas e imágenes. Todo a mano.
Quién
no recuerda sus célebres “Visitas guiadas” en Chaupinela; los laburos en El
Ratón de Occidente que incluyen una tapa de su autoría, y todo lo realizado
en Humor. “Aprendiendo a jugar al
tenis con Ion Tiriac”, el suplemento “Pelota”, “Fiambres en el ring”.Y entre
tantos editoriales escritos quedó marcado a fuego el que apareciera apenas
desatada la guerra de Malvinas.
Por
encima de todo Tomás se define como dibujante.
Cultor
del bajo perfil. Esas doble páginas que al pie del título decían Humor y Ceo; Humor y Tabaré; Humor y
Grondona; Humor y Parissi eran
guiones de él! Y no decía nada: ¡verdaderamente todo por el equipo!
Si
vale la comparación, surge inmediatamente la imagen de Juan Carlos Rulli, aquel
histórico volante de la Academia, el hombre de los ocho pulmones como lo
bautizara un relator radial. Talento, entrega y humildad. Bien de arriba y bien
de abajo. Marca, cierre, despeje, quite, contención, traslado, relevo, remate,
cientos de asistencias de gol.
Hoy,
en el Museo del Humor, todos sus incondicionales hemos instalado un arco. Dos
postes, un travesaño, la red intacta. A simple vista, es como cualquier otro.
Pero no es así: ¡es el arco del Celtic!
Va a
patear Tomás. Todavía no se dio cuenta de que es el Chango Cárdenas.
Meiji
Meiji
¿Qué Tomás?
Como en la vieja
perinola –tan tradicional como la pregunta del equívoco– yo tomo todos. Porque
no se puede elegir. A Tomás hay que tomarlo como viene, así, solo, con hielo,
nunca con bebida cola. Entero y sin beneficio ni perjuicio de inventario. Es
todos los que están, los que estuvieron antes, los que por siempre estarán. A
diferencia de Sarmiento, que aunque no faltaba nunca a menudo sobraba, Tomás es
infaltable sin sobrar jamás.
En este apunte
caradura y manoblanda, trataré una vez más de hacerle la justicia que no pide
ni precisa, y en voz alta lo incorporo al santoral tras un concilio tácito de
tantos. Los tomases tienen que ver con la fe. Uno en tiempos duros del Maestro
sin corona dijo -y fue humillado- que necesitaba ver para creer; el otro -ya
eran campeones, dueños de la pelota religiosa- explicó por qué creer era
natural, inevitable. Este Tomás no sé en qué cree, pero al verlo y ver qué
hace, uno le cree a él. Es lo que importa. No es tan común entre artistas.
Tampoco en general.
Tomás sobra
largamente lo que parece. Tiene perfil bajo hasta cuando está de frente.
Saludablemente –sin paradoja- pertenece a una clase en sobria y discreta
extinción. En un bar, es el reservado, no el mostrador. En la cancha, un ocho
solidario pero que no se tira al piso, un diez con llegada que festeja sin
énfasis pocos goles inolvidables: más Bocha Maschio que Pentrelli, con toques
del Marqués Sosa. Por ahí.
Una vez, una de las
pocas veces que charlamos con cierta efusión contenida a media rienda, Tomás me
contó algo que había pensado y que seguro compartió también con otros acaso más
cercanos: los tangos creados -y perdidos casi en simultáneo- en la
improvisación del silbido callejero. “Uno vuelve a casa tarde, silbando solo en
la noche, y le sale una melodía y es un tango, y no es ninguno que exista pero
es único”. Tal cual.
En el Argumentum Ornitologicum borgiano, que
está en “El hacedor”, el maestro dice (cito de memoria y con los redundantes
ojos cerrados): Cierro los ojos y tengo
la imagen de unos pájaros, varios, entre tres y cinco; al abrirlos no sé decir
cuántos eran, pero eran un número preciso. Por lo tanto, Dios existe. Y no
solo eso, digo yo: tiene la exclusiva de los tangos de Tomás, que disfruta como
eternas esculturas de hielo, mientras hojea una carpeta grande así, con todos
los dibujos que dejó dormir en el block de apuntes, que tiró o se le cayeron de
la mesa en la cocina, en el bar, en las ruidosas redacciones.
Algo de todo eso –un chalecito hecho con ladrillos de
Nabucodonosor, en la preceptiva doliniana, tan afín- está colgado en esta
exposición de maravillas que busca un orden sin necesidad, un lugar que siempre
estuvo ahí. Es como recorrer una casa chorizo de barrio, reciclada, con pasillo
embaldosado que da a una vereda de Calé, pero con bar de Medrano en la esquina.
O como abrir un ropero de tres cuerpos con espejo tipo Alicia y fotos de
cantores y jugadores de bigotito clavados con chinches en la parte interna de
la puerta con el corbatero vacío y cajones llenos de tesoros secretos y
maravillosas boludeces: un disfraz de carnaval de El Zorro, pantalones Oxford,
pulóveres de cuello alto que no pudo tirar.
Pasen y vean. No los
va a defraudar.
Juan Sasturain
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