INAUGURACION JUEVES 18 DE JUNIO,
19HS
Fundación Federico
Klemm
Marcelo T. de Alvear 626 - CABA
Greco.
El inventor del arte argentino
contemporáneo
Por Adriana Lauria
Marea negra, tempestad interior,
desesperación, risas y rosas, locura, amor.
Margarita Lucas y Antonio
Navascués, 20141
Conmemorar los cincuenta años de la
creación de Besos brujos pretende desviarse de las
rutinas necrológicas: la muerte de Alberto Greco
ocurriría pocos meses después de su
elaboración. Pero hoy lo convocamos, como él
mismo afirmaría, “vivito y coleando”, por
medio de una obra que concluye y condensa su
meteórica e intensa trayectoria artística.
Desde un principio sus realizaciones tuvieron
propensión a una deriva disciplinar que le
permitiría soslayar los paradigmas preestablecidos.
En la segunda mitad de la década de 1940
realizó, casi a un mismo tiempo, estudios de pintura,
intentos actorales y un periplo literario que cristalizaron
en 1950 con la publicación de Fiesta, un
pequeño libro de poemas de tirada reducida, impreso
en forma artesanal. En esta plaquette el texto aparece en
cursivas “dibujadas”, compuesto en cada
página con una clara intención
plástica. La presentación de esta pieza en la
librería Juan Cristóbal terminó con la
detención de los asistentes por la policía.
Quizá haya que considerar el acontecimiento como su
primera acción –colectiva e involuntaria–
en la que mostró sus dotes para captar la
atención desbordando límites y convenciones.
En 1954, su primer viaje a Europa lo
inclinó a la práctica pictórica, aunque
ya había pergeñado varios relatos
–editados en revistas o dados a conocer por lectura
pública– y había avanzado en su primera
novela, Viviendo en la casa de las tías viejas, hasta
hoy perdida.
En París, donde vivió por dos
años ganándose la vida por medios alternativos
–vendía dibujos al paso, práctica a la
que recurrió con frecuencia a lo largo de su
vida– se consubstanció con la
abstracción libre y el “tachismo” y, con
un conjunto de gouaches de esta tendencia, realizó su
primera muestra individual en 1955.
De regreso al país y a pocos meses de que
Yves Klein exhibiera en París las primeras obras de
este clase, Greco ensayó presentar por primera vez a
nuestro público, sus propios
“monocromos”. Frustrado en este intento, en 1956
exhibió su producción europea y de inmediato
viajó a Brasil, para realizar exposiciones y
experiencias de pintura de acción en San Pablo. Luego
profundizaría estas modalidades con métodos
cada vez más extremos, que lo convertirían en
uno de los referentes del informalismo latinoamericano.
Nuevamente en Buenos Aires fue uno de los
principales animadores del Movimiento Informalista Argentino
que concretó, en 1959, dos controvertidas muestras.
En la primera, además de él mismo,
intervinieron Kemble, Wells, Barilari, Pucciarelli, Olga
López, Maza y Towas; en la segunda –organizada
por Rafael Squirru como director del Museo de Arte
Moderno– se sumó Jorge Roiger, a instancias de
Greco.
Sus trabajos sobrepasaban con mucho el recurso
de la mancha: una actividad creciente sobre el cuadro lo
llevó a enriquecer la materia pictórica con
toda clase de sustancias heteróclitas y
procedimientos, incluyendo accidentes atmosféricos
–polvo, aire, lluvia– o los provocados por
fluidos humanos o animales: alguna vez hizo que unas
gallinas dejaran su excremento y sus huellas sobre un par de
obras sobre tabla. Fueron recursos para incorporar lo
azaroso a través de lo orgánico y procurar que
el proceso continuara más allá de la
intervención del propio artista. Así la
substancia misma de lo vital penetraba en la pintura, la
modificaba, la abarcaba y rebasaba sus límites
preparando el camino de su abolición.
En 1960, tras ensayar el arte pobre
–trapos de piso tensados en bastidores y un tronco
quemado, con los que participó en el Salón de
Arte Nuevo– y luego de exponer su serie de pinturas
negras, organizó un homenaje a Lila Mora y Araujo,
amiga y benefactora del arte emergente. El acontecimiento,
que involucró a un nutrido grupo de artistas
contemporáneos, se convirtió en un esbozo de
las acciones que realizaría más tarde.
Un año después, luego de haber
presentado su impactante muestra individual Las monjas,
realizó en noviembre su primera intervención
en el espacio público mediante una pegatina de
afiches en el centro de Buenos Aires. En esas piezas
gráficas podía leerse en grandes tipos de
imprenta su nombre y los lemas
“¡¡¡Qué grande sos!!!”
–apropiación de un verso de la entonces
prohibida Marcha Peronista– o “El pintor
informalista más importante de América”.
Desencantado de la vulgarización del Informalismo que
licuó su inicial impulso revulsivo, Greco
comenzó a utilizar su identidad para ampliar el campo
del arte e involucrarlo íntimamente con la vida. Los
afiches, resueltos solo con sentencias discursivas y en un
formato publicitario, funcionaron como iniciadores de las
prácticas conceptuales y del arte de los medios de
comunicación, cuyas manifestaciones
prosperarían en la Argentina hacia mediados de la
década del 60. En el contexto de su propia
producción, esta operación resulta un
antecedente claro de sus Vivo-Dito, desarrollados poco
después en Europa.
Paralelamente, retomó la
figuración para trazar una galería de
personajes grotescos, entre monstruosos y caricaturescos que
aparecerían, en los próximos años,
entretejidos con toda clase de textos manuscritos en su
febril producción de dibujos a la tinta, muchas veces
combinados con collages.
El Vivo-Dito es, según el manifiesto que
Greco dio a conocer en Génova en 1962, “la
aventura de lo real”. El artista tendría por
misión hacer ver la realidad
señalándola donde la hallara y evitando
modificarla, situación que lo diferenciaba del
ready-made duchampiano, del que es indudablemente deudor. El
mundo mismo y todo lo que sobre él se encontrara
podía, circunstancialmente, constituirse en
arte, tan solo mediando la decisión de su gesto. Al
encerrar personas o cosas en un círculo de tiza y
firmarlos, por ejemplo, Greco ejercía el poder de un
chamán contemporáneo, sensibilizando los
elementos y lugares más pedestres, a los que otorgaba
una suerte de momentánea sacralidad, provocando una
transformación similar a la ejercida sobre cualquier
materia investida con la cualidad de lo artístico.
El resto de las andanzas estéticas de
Greco, que coincidieron en un todo con las de su vida, las
desarrolló principalmente en Europa. En París,
arte vivo y acciones Vivo-Dito. En Italia, intervenciones
callejeras, fotoperformances y teatro
herético-experimental –Cristo 63– que le
valió la expulsión del país. En
España, Vivo-Ditos que llegaron a abarcar un pueblo
entero –Piedralaves, Ávila, 1963– que fue
rodeado por su Gran Manifiesto-Rollo, una larguísima
cinta de papel donde se combinaron escritura e
imágenes sin solución de continuidad.
También en España
estableció estrechos vínculos y realizó
experiencias conjuntas con protagonistas del arte
contemporáneo, entre ellos Antonio Saura y Manolo
Millares. Allí efectuó incorporaciones de
personajes vivos a la tela –huellas pictóricas
de acciones performáticas–, instaló su
propio espacio de trabajo y exhibiciones –la
Galería Privada en Madrid–, dispuso
extraordinarias acciones en el metro y presentó
exposiciones resonantes. Mientras tanto no cesó de
hacer dibujos y collages a los que, cuando aplicó
pintura, lo hizo como un ingrediente más de sus
mixturas de imágenes y textos, con planos de color
que rellenaban letras –en general su apellido–,
resaltaban fondos, manchaban figuras o interferían
discursos.
Tras un brevísimo retorno a la Argentina
que evitó que Buenos Aires quedara sin su Vivo-Dito
–Mi Madrid querido, diciembre de 1964– y una
intensa actividad en Nueva York a comienzos de 1965
–allí se codeó con lo más granado
del arte de avanzada de la época, Marcel Duchamp
inclusive–, volvió a España y en mayo
participó junto a Millares y el grupo ZAJ en una
exposición de una sola jornada en la galería
Edurne de Madrid.
En Ibiza pasó su último verano y a
partir de junio escribió Besos brujos, una novela
plástico-performática que combinó la
redacción de los episodios finales de la tormentosa
relación con el escritor chileno Claudio Badal
–que Greco había conocido en París en
1955–, con fragmentos de publicaciones
periódicas de diferentes registros –informativo
o ficcional–, letras de canciones populares donde el
tango está presente desde el título, marcas de
productos de consumo –Coca-cola o Suavex–,
dibujos de figuras que se relacionan con el contenido de los
textos, algunas cartas de amigos. También
incluyó indicaciones escénicas, donde
él mismo se volvía un personaje teatral o,
quizás mejor, cinematográfico, que irrumpe
aquí o allá con la consigna de entonar una
canción. Es imposible no evocar los films
protagonizados por los ídolos musicales del momento,
desde Elvis Presley a Gianni Morandi.
Así es que Besos brujos es un collage de
textos, algunos de los cuales funcionan en concordancia con
la narración autobiográfica, y otros tienen un
propósito disruptivo que muestra –como en la
vida misma– la invasiva solicitación de la
cotidianeidad.
Algunas de sus fuentes son explícitas,
como ciertos artículos de la revista Fans, editada en
Barcelona entre 1965 y 1967. Esta publicación estaba
dedicada al público juvenil y los reportajes a
conjuntos y cantantes de música pop fueron
parcialmente transcriptos en la obra. Contenía
además letras de canciones de moda, de las que Greco
se apropió, mezclándolas con tangos y boleros
antiguos que escribe de memoria o a partir de alguna
grabación. Se trata de un repertorio de resonancias
radiales, que identifica al autor con artistas populares
como Salvatore Adamo, Luigi Tenco, Mina, Gigliola Cinquetti
o los argentinos Carlos Gardel, Enrique Santos
Discépolo, Libertad Lamarque o Palito Ortega. En
todos los casos, el cancionero elegido acompaña el
relato de los encuentros con Claudio y su entorno. Esta
narración, por momentos bizarra, vertebra la obra y
discurre interferida por otras entre las que se distinguen
cuentos históricos, novelas de espías o
romance, historias del Far West, horóscopos,
lanzamientos de concursos, consejos sentimentales, correo de
lectores, recomendaciones culinarias, reseñas
taurinas o descripciones de jugadas de fútbol.
Otra fuente reconocible son las novelas
gráficas, muy difundidas en la época. Greco
nos da el título de una de ellas, dibujándolo
de manera enfática: Los espías mueren solos.
Se trata de un tebeo de la Colección Espionaje que la
Editorial Toray comenzó a publicar en 1965, y que el
artista transcribió casi en su totalidad.
También incluyó copias de algunas de sus
ilustraciones y ciertas onomatopeyas, en particular las de
sus tramos finales, que coinciden con los de su obra, en que
la muerte del protagonista parece prefigurar la del artista,
profetizada en Besos brujos en reiteradas ocasiones.
Es factible que otros argumentos hayan provenido
de historietas semejantes, incluso aquellos pasajes que
versionan clásicos como Los tres mosqueteros. Greco
hizo una contundente valoración de estas
publicaciones. En la página catorce
señaló que “A los españoles les
encanta comprar estas mierdas” y, quizás por
ello mismo, las empleó profusamente. Tal vez fue el
índice de popularidad de revistas, canciones y
personajes lo que concitó su interés.
Interés que revelaba la necesidad de proyectarse en
lo contemporáneo y construir una estética en
torno a la cultura de su tiempo.
También es posible que estos textos de
concepción simple, funcionaran como telón de
fondo para la descarnada narración principal, donde
campean explícitos encuentros eróticos
homosexuales, promiscuidad, drogas y gestos de violencia
propiciados por el despecho. Sin embargo, no menos violentos
son los finales de los personajes de los relatos del lejano
oeste o el de espías.
Las ficciones paralelas
acompañan el desenlace de la historia con Claudio,
que narra el asedio y el desengaño de una
relación que el artista sabe imposible y por la que
expresa su voluntad de suicidarse. Historia de tintes
dramáticos, cargados de un romanticismo
demodé, matizados por patéticas declaraciones,
toques ácidos de humor negro, bailes kitsch –el
Letkiss o Letkajenkka–, canciones festivas aunque se
refieran a la inconstancia amorosa –Sin timón
de Palito Ortega–, e irónicas instrucciones
para salir a escena por las cuales, en medio una profunda
depresión, el autor se concibe a sí mismo
interpretando algún tema lacrimógeno ataviado
con un vestuario de moda veraniega, tal como si se tratara
de un musical de la época.
Hacia el final, los Besos brujos que
cantó Libertad Lamarque en el disco y en el cine, se
parangonan en el relato de Greco, con los que su amado le
retaceara y que echaron sobre el artista la
“maldición” con la que culmina el tango,
que no es otra que la del amor no correspondido. Una
historia digna de un melodrama, ambientada por las canciones
de los años 60 y también por un bolero eterno
–Desesperadamente– convocado en un par de
ocasiones en la incomparable interpretación de Elvira
Ríos. Su primer verso “Ven mi corazón te
llama”, fue pensado por el artista como título
alternativo de su novela.
Con Besos brujos, que se muestra de manera
integral a través de un audiovisual especialmente
realizado para esta exposición y por medio de la
selección de una veintena de originales, a los que se
suma un nutrido conjunto de obras que dan cuenta de su
trayectoria desde 1950 hasta 1965, Greco cerró su
ciclo creativo instalando estrategias que revolucionaron la
manera de hacer arte. La apropiación, el pastiche, la
parodia, la hibridación y desborde de disciplinas y
géneros, la indiferenciación entre alta y baja
cultura, el uso de los medios de comunicación masiva
que en su época explotaban y que hoy, más que
nunca, alteran nuestro trato con la realidad, son
procedimientos que este artista tuvo la audacia de transitar
y la virtud de inaugurar para el arte argentino. En tiempos
en que las expresiones contemporáneas se perciben
como privilegiadas y, a veces como excluyentes, resulta
pertinente ver las obras y revisar el accionar de aquellos
que les dieron origen. Greco tuvo la osadía y la
necesidad vital de instaurar este camino. Alberto Greco
¡¡¡Qué grande sos!!!
Nota de Fernando García para
LA NACION