Alquimia Salvaje
Diego Perrota
02/08/2014 - 05/09/2014
Galería Perotti
Horarios de visita: lunes a viernes de 15 a 19,30 hs / sábados con cita previa
Diego Perrotta elige el título de ALQUIMIA SALVAJE para esta muestra, y al hacerlo produce, voluntariamente, un oxímoron, esa figura que consiste en aunar dos conceptos contrapuestos en la misma frase, para generar un nuevo sentido. Por eso, y aún sin tomar demasiado al pie de la letra ese título, es muy tentador rastrear en su método las razones que pudieron haberlo llevado a dar una versión excéntrica de los misterios de la alquimia, o en todo caso a proponer una festiva simulación de resonancias herméticas, basada en la profusa y rotunda concentración de fetiches privados, donde la idea de lo salvaje parece afín a la libérrima arbitrariedad del arte, para hacernos ingresar a su propia cosmogonía. El artista va a nutrirse de ese equívoco, sabiendo justamente que nada hay de salvaje en la ciencia y el arte de la alquimia, cuyos orígenes pueden rastrearse en el mundo de Egipto y Alejandría de alrededor del 300 A.C., salvo que consideremos como salvajes las prácticas paganas o malévolas que el Papa Juan XXII le adjudicó a la alquimia al condenar su ejercicio en la Bula de 1317.
De hecho, y haciendo una elipsis histórica muy brutal, a finales del siglo XVI y comienzos del XVII la alquimia ya era una disciplina intelectualmente rigurosa, muy respetable – también enormemente controversial – y la gran pasión del momento. Se la consideraba un verdadero y significativo sistema de pensamiento científico y filosófico que aportaba una herramienta transcendental para percibir y entender relaciones entre sustancias, materias y procesos, lo cual implicaba una concepción del cosmos mismo. En sus muy diversas manifestaciones, como por ejemplo la de constituirse en una filosofía esotérica y una cosmología, la teoría alquímica iba a adquirir rápidamente florecimiento como una ponderosa fuerza dinámica que influiría fuertemente en las afanosas búsquedas de una explicación inteligente del mundo. (1).
Precisamente, Perrotta es de los artistas que nos inducen a decir que tienen un mundo, o sea una construcción de contenidos, alusiones, figuras, símbolos, iconografías y representaciones las cuales no sólo corresponden a la pura expansión de la semántica visual sino que expresan un sentido lógico y un orden riguroso lo cual, en su caso, adquiere la semblanza de un códice o un lenguaje cifrado.
De hecho, se sabe que la alquimia “clásica”, la alquimia propiamente dicha, es aluvionalmente pródiga en una increíble imaginería la cual, más allá de su fascinante apariencia, conlleva en cada uno de sus innumerables motivos una significación oculta. Perrotta desarrolla análogamente un laberíntico despliegue, sosteniéndose en un fascinante doble juego: por un lado, toda su figuración, sus seres primarios, sus máscaras de androides criollos o caretas de extraterrestres convencen e hipnotizan de por sí, por el puro efecto de la potente elocuencia física de su corporeidad gráfico–pictórica, pero además parecen emitir señales en clave que nos inducen a creer que hay allí, en las magnéticas zonas de sugestión que irradian sus lienzos y papeles, en el corazón de resina de sus totémicas esculturas de bizarra etnia babilónica, en los emblemas y ornamentos sintéticos que adoptan elementales formas geológicas, geográficas, zoológicas y vegetales, el desarrollo secreto y poderoso de una ritualidad universal. Mientras diseña, delinea y registra toda esa proteica, incandescente manipulación de escenas y personajes que es su marca explícita, Perrotta también juega a urdir disimuladamente los hilos ocultos de un aparato mágico que se expande como un aceite invisible y pregnante en el músculo de la conciencia, para provocar el salto inminente a otra realidad, o bien el anuncio inquietante del advenimiento crucial de un territorio desconocido y en última instancia incognoscible, aunque no en el plano físico, real, sino en el estrato menos palpable pero tanto o más decisivo de nuestra imaginación.
Se podría pensarlo a Perrotta como un gran simulador, lo cual puede también ser sinónimo de artista, disfrazado de repente de aprendiz de brujo, de prestidigitador, de inventor de un tarot absurdo, o fullero experto en trucos de barajas falsas, o bien como embaucador y ambulante que viaja con una carreta llena de oropeles maravillosos pero no de pueblo en pueblo sino de espectador en espectador, dándole a cada uno un poco de elixir alucinatorio compuesto de placebos tan revitalizadores como artificiales.
Pero Perrotta es, también, y en sentido más estricto del oficio, un pintor contundente, y el color tiene en él, si preferimos quedarnos prendados por el hechizo alquímico, la altura suficiente para tolerar cualquier hipótesis de lectura simbólica que querramos adjudicarle, o bien la electricidad aparentemente excedida pero muy ajustadamente administrada de un cromatismo altísimamente vibrante, elástico, y a la vez de una perfecta cohesión óptica. Como sea, el encanto de su obra le debe tanto a ese espíritu de murga, de fábula popular y hechicería delirante puesto en escena con la riqueza y la inventiva de un estilo inconfundible, como a la insistente sensación que nos impone de estar confrontados por un sistemático universo paralelo, que se expande bajo el paradójico signo de cristalizadas obsesiones personales sometidas a una permanente metamorfosis.
Eduardo Stupía, Junio 2014